Reflexións (III)

Autor: Manuel Polo Aparisi. Outubro 2025.

EL LAVADERO DE FAUNA.

Hubo un tiempo en que existió un lavadero de ropa en la aldea de Amendo. Era este un punto de encuentro de las vecinas, un lugar de asueto mientras se compartían las tareas domésticas, un espacio para compartir vivencias, para el consejo, para la transmisión de conocimientos de madres a hijas y entre vecinas.

De alguna manera, el lavadero de Amendo era uno de esos lugares comunes que la tradición oral ha dejado grabados en las rondallas y en diversas manifestaciones del folklore local de cada aldea.

Hubo un tiempo en que el lavadero de Amendo desapareció, olvidado por las nuevas costumbres, los nuevos aparatos del hogar que vinieron a sustituir su eficacia con la ropa sucia, no así con todo el acerbo que pendía de su existencia. Durante décadas se perdieron tradiciones, se dejaron de contar historias, se olvidaron usos de las más variadas plantas del entorno, pues las gentes ya no se reunían alrededor de sus enormes piedras de granito barbanzano a contarse la vida, los sueños y las miserias. Esas mismas plantas que, lenta pero inexorablemente, fueron engullendo la piedra, el ribazo y el arroyo mismo que lo alimentaba, transformaron poco a poco aquel lugar en un punto de encuentro de la fauna y la flora del entorno, devolviendo sus aguas cristalinas, sus losas de granito y las voces humanas a sus ancestrales propietarios.

Hubo un tiempo en que el lavadero vivió ajeno al ajetreo de las gentes de Amendo, más allá del prado donde, como si yaciese a cientos de kilómetros de la aldea, esperaba inerte una nueva oportunidad. Fueron tiempos felices, no obstante, esos de espera, en los que sapillos pintojos y tritones jaspeados sacaron cientos (o quizás miles) de proles, donde el mirlo, el bisbita y la garceta, sus nuevos habitantes, acudían a diario en busca de sustento en sus aguas y en las plantas que lo sepultaban; donde los lirios mostraban a quien tuviese ojos para entender su lenguaje que allí seguía habiendo un pequeño lugar mágico de aguas mansas y perennes, más allá de la tiranía de las estaciones. Incluso las nutrias, los habitantes más tímidos de la cercana laguna de Vixán, volvieron a utilizar la losa de granito y a bañarse en su fuente como si aquel lugar jamás hubiese tenido un aspecto humano. Continuó el lavadero siendo un lugar de encuentros, esta vez furtivos, de la culebra viperina con una rana, de la garza imperial con un pequeño barbo, del andarríos chico con un escarabajo acuático, del ánade azulón y sus pollos con la pradera de lentejas de agua que jalonaba la superficie de diminuto estanque. Aquel lugar lleno de historia y de historias se convirtió en un lugar lleno de vida, mimetizado bajo los lirios amarillos, los carrizos y los carriceros y buitrones que trenzaban sus nidos en su espesura.

El tiempo pasó, deshilachando primaveras de vida tras las cuales las nuevas generaciones de aves y anfibios nacidos del lavadero se dispersaban después por los prados de Amendo, las dunas de Ladeira o la marisma de Carregal, ansiosos de nuevas oportunidades donde prosperar.

Y hubo un tiempo de gentes con memoria y con ganas de recordar, que supieron leer al lirio, que supieron escuchar al sapillo pintojo y que supieron descifrar el vuelo de la lavandera (qué nombre tan apropiado para residir en aquel lugar) para localizar de nuevo aquel entramado de piedras graníticas atrapadas bajo el sueño vegetal de la laguna y devolverlo al mundo de los curiosos humanos. Gentes que entendieron que el progreso no conjuga con arrebatar sino con compartir, que desenterraron el viejo y mítico lavadero del olvido, que mimaron el prado que lo sustentaba y alimentaron el arroyo que lo nutría. Gentes que hicieron coetánea la imagen de las abuelas de Amendo sentadas en el pedernal, compartiendo sus recuerdos, sus leyendas y su folclore casi olvidado con nietas y nietos venidos de la ciudad, mientras estos escuchaban absortos el trino del acentor en el ribazo, y descubrían la asombrosa cresta del tritón en el fondo del lavadero, convertido ya en lugar común de todos sus habitantes, humanos y no, vecinos todos de aquella hermosa aldea.


Manuel Polo Aparisi (Valencia, 1975). Biólogo de vocación e profesión, traballou durante os anos 2004 a 2009 no parque natural de Corrubedo realizando traballos de seguemento das aves deste espazo protexido. Compaxinou a súa actividade profesional como investigador na Universidade de Viena, o mantemento de estacións de anelado en Mallorca, e a posta en marcha de proxectos europeos de conservación de aves en Palencia e Austria, ca ciencia cidadá e a colaboración con ONGs como a Sociedade Ornitolóxica Valenciana.

Na actualidade traballa como consultor ambiental no eido das enerxías renovables. Publicou máis de 20 artigos en revistas de renome e publicacións científicas internacionais. É co autor do Atlas de Aves de Valencia (2022), entre outros.


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